Por Carlos Eduardo Guedea Guerrero el 21-05-2025
En el patio de Fernando abundaban estatuas, todas eran diferentes y con un realismo ejemplar. Él era escultor, las hacía con cuidado, empezaba con los bocetos en papel, y poco a poco los iba transfiriendo al mármol.
Las estatuas que esculpía cada vez mejoraban, había empezado décadas atrás con su oficio. Algunas las había vendido y en varias exposiciones había ganado premios de mucho valor. Sin embargo, él seguía sin estar conforme. Sabía que su trabajo sólo era una emulación de lo que la naturaleza le había dado a un ser humano. Frente a él tenía un busto de una mujer, tallado años atrás. Había decido conservarlo como un recuerdo de alguien a quien amó, pero nunca se atrevió a hablarle. La veía en el parque a diario, ella se sentaba en una de las bancas y leía un libro. Mientras, él, a la distancia trabajaba en los bocetos de ella. Sin embargo, sin esperárselo, un día dejó de ir.
En el busto le era posible ver el blanco de la piel de la mujer, imaginar la sedosidad del cabello mientras era movido por la brisa, sentir su mirada y la sonrisa con la que le correspondía a Fernando. Sin embargo, él seguía estando inconforme, no era la expresión en el rostro, tampoco el realismo en los detalles, había otra cosa que le hacía falta a su trabajo y no podía identificar qué era.
Hacía tiempo que no necesitaba a una modelo para plasmar su obra, ya conocía los detalles del cuerpo humano a la perfección y de su memoria podía hacer prácticamente todas las posiciones anatómicamente posibles. Pero esta vez era otra cosa lo que deseaba comprobar, quería ir tallando la escultura y contrastando qué tanto se distanciaba su trabajo de lo que era la mujer. Normalmente, sólo la necesitaría hasta el punto en el que terminara los bocetos, pero esta vez trabajó con ella en cada cincelada, trató de plasmar en el mármol la suavidad de la piel, las curvas del cuerpo, la mirada, el volumen. La estatua quedaría de tamaño real, y la pondría junto a su colección.
Escogió el lugar central de su patio para colocarla. Frente a él tenía el pináculo de su obra, todas las demás habían sido una preparación para esa. Así que decidió llamarla Galatea.
Por un tiempo la contempló. Vio los rayos del sol caer sobre la estatua, tal vez así tendría la calidez de un cuerpo humano. Se acercó casi podía sentir el latido al tacto de su muñeca, ver los vellos de la piel, oler su aroma. Se maldijo de nuevo, su obra estaba inconclusa, Galatea no tenía vida.
En ese momento una ira incontrolable lo inundó, había fracasado, por más que intentó no pudo captar la esencia que esperaba. Agarró uno de sus cinceles y con gran martillo golpeó el cuerpo de la escultura, de su interior brotó sangre y al descubierto quedó el corazón palpitando.